jueves, 19 de noviembre de 2015

Cuento ganador en concurso UST

Tenemos el agrado de compartir con ustedes el cuento ganador del concurso realizado por la Universidad Santo Tomas sede Copiapó, en donde el voluntario de la 1a CIA. del C.B. Salamanca Ismael Brito Puelle, quien hace 5 años por razones de estudio y tabajo presta servicios en nuestra Compañia. El cuento relata uno de los sucesos que mas nos marco durante la tragedia ocurrida el dia 25 de Marzo en nuestra región, felicidades a Ismael por su creación.
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En la obscuridad de la noche, celebrábamos el rudo tronar del cielo. Gritos de emoción y aplausos desconsiderados iluminaban la calle incluso con más intensidad que cada uno de los destellos de la tormenta. Mientras tanto la adrenalina corría por nuestros cuerpos y nuestros oídos se mantenían atentos al sonido de los timbres que anunciarían el llamado del deber cuando menos lo esperáramos.
No dormimos ni un segundo. No solo los truenos fueron impedimento. Lo fueron también los rumores de múltiples quebradas desbordadas que arrasaban con todo a su paso. Supimos de un contenedor con gente en su interior, de una casa habitada y de múltiples vehículos arrastrados por el agua. A esa hora, todo aún parecía irreal y demasiado lejano.
Los rostros que hacía minutos celebraban el rugir de cada trueno, iban cambiando a medida que sopesábamos lo que ocurría en la ciudad. Algo de barro, agua y espanto ya comenzaban a invadir nuestro cuartel mientras nos mirábamos atónitos sin saber qué hacer. Las primeras emergencias ya comenzaban a movilizar a los bomberos de Copiapó.
Nuestros uniformes aún sin intenciones de ser sumergidos en barro, tripularon los carros bomba de la Tercera Compañía, arrastrando consigo nuestros cuerpos y nuestras voluntades que no querían ni por un segundo abandonar nuestro viejo cuartel. Recibimos la orden de evacuar y dirigirnos al Cuartel General, ubicado en el centro de la ciudad, donde nos mantendríamos seguros, mientras esperábamos ser despachados a los lugares a los que fuéramos solicitados. 
-Que desastre, aún no lo creo- decía mi compañero, mientras tomábamos café sentados en un viejo sillón. En la televisión mostraban crudas imágenes. Gente pidiendo ayuda sobre los tejados, otros atravesando una gruesa alfombra de fango, abandonando el calor de sus hogares. Todo esto en nuestra misma ciudad. 
Las comunicaciones radiales no cesaban. Se requería ayuda aquí y allá. Varias unidades trabajaban en las simultáneas emergencias que se generaban… Aunque los lugares que más requerían de nuestra ayuda eran imposibles de alcanzar. 
Sentí impotencia, no podíamos hacer más que lamentar lo que ocurría pues aventurarnos a ayudar incluso a nuestras familias era algo totalmente imposible… -¡Nuestras familias!- Comencé a pensar en los míos. 
Mi hermana, mis hermanos, mis tías, mis tíos, mi abuela, mis sobrinos, mis primos, mis primas, mi madre, mi padre... el padre… -¡El padre!- Exclamé. Mis pensamientos divagaban y mi cerebro me mostraba fotografías de cada uno de los míos, cargándome de una amarga preocupación… Pero una angustia especial me invadió cuando imaginé al padre.
Es un viejo cura que dedicó sus años de vigor a la Iglesia y hoy habita una casa ubicada en Los Carreras; una de las calles más afectadas por el lodo y la sinrazón. Es además el Capellán de la Tercera Compañía y es muy querido por todos nosotros.
-¿Dónde estará el cura?- Pregunté al aire. Mis compañeros me miraban, pero nadie supo que responder. Era esperable que él estuviera en su casa, anegado y probablemente necesitando de nuestra ayuda. 
Corrí a informarle a mi capitán, quién en esos momentos se encargaba de muchas tareas de manera simultánea. Conseguí que me autorizara a acudir a la casa del cura a visitarlo. Tripulé un viejo carro bomba, una joya de los 90’ a la que con cariño llamamos “la Leyenda”, solo junto al conductor de la máquina. Mis compañeros eran despachados a una emergencia y nadie más podría acompañarme.
El rudo mugir del motor de la máquina se confundía con el estruendo del lodo que mecía la vieja armatoste de la Leyenda. A medida que nos acercábamos a la casa del viejo sacerdote, mayor era la dificultad con la que el carro bomba se movía. 
La máquina se detuvo; era momento de bajar y cumplir con mi misión. Luchando contra la corriente, descendí del carro. Desplegué una larga manguera. Un extremo lo acoplé a las conexiones de la máquina y el otro lo amarré firmemente a mi cintura.
Caminar era dificultoso. El lodo le daba un peso extra a mi grueso uniforme y los objetos que eran desplazados por éste, hacían aún más peligrosa la travesía. Maderas, sillones, refrigeradores y todo cuanto uno pueda imaginar, eran arrastrados con fuerza río abajo.
El barro trabó la principal vía de ingreso al hogar del cura, lo que complicaba aún más la situación. Busqué una entrada alternativa. Luego de varios y forzosos intentos logré ingresar por una ventana. El panorama era desolador. Había objetos flotando y otros se ocultaban en el viscoso material que cubría cada rincón de la casa. 
Desaté la manguera que entorpecía mis movimientos dentro del hogar y comencé a buscar por cada una de las habitaciones, pidiéndole al cura que gritara para saber donde estaba.
-¡Padre! ¿Está aquí?... ¡Vengo a ayudarle!- Gritaba sin mucha esperanza, porque el lugar parecía estar deshabitado.
Con dificultad abrí una de las puertas y allí vi al cura formando una de las composiciones más grotescas e inesperadas. Estaba atrapado bajo un par de muebles que lo tenían de rodillas en el suelo; apenas con su cabeza sobre el nivel del barro, lo justo y necesario para que pudiera respirar.
-Yo sabía que vendrían… No se imagina cuánto recé- Balbuceaba el cura mientras agitaba con vigor su mandíbula producto del frio que sentía y protegía con fuerza un rosario con la única extremidad que lograba mantener lejos del lodo. No le presté mucha atención a la historia que comenzaba a relatar, me enceguecí procurando su rápida liberación.
A duras penas logré incorporarlo y con dificultad lo llevé hasta la puerta principal. Nos paramos por unos segundos a contemplar el panorama y a tomar un fugaz descanso. 
El conductor de la Leyenda nos miraba ansioso desde su asiento. Abandonar su labor podía significar un final catastrófico para nuestra misión. La máquina amenazaba con ceder ante la magnífica fuerza de lodo.
Tomé el extremo libre de la manguera. La anudé pasándola bajo la axila y sobre el hombro del cura. Suspiré y con una concentración única comenzamos a caminar.
-Despacito padre. Avance con cuidado… No se vaya a caer aquí- Le repetía una y otra vez, más pendiente de sus pasos que de los míos, mientras lo sostenía con fuerza. Con el barro a la cintura avanzábamos hacia el carro bomba, esquivando los objetos que amenazaban con golpearnos y desequilibrarnos. 
Nos paramos frente a la Leyenda; abrí una de sus puertas y le ayudé a subir. Los muchos años y el lodo entorpecían los pasos del cura. Con inseguridad subió los dos peldaños metálicos que se ponían como un impedimento para llegar a los asientos del camión de bomberos.
Ya acomodado el cura sobre la máquina, de un salto me incorporé también sobre La Leyenda. Abrí mi empapada cotona para darme un respiro, refresqué mi boca con dos sorbos de agua, embadurné mis pulmones con algo de tabaco… Y reflexioné. Salvé muchas vidas antes, vi de frente a la muerte en más de una ocasión… Luego de esas verdaderas batallas, sentí la satisfacción del deber cumplido. Esta vez fue diferente… Tener con vida a nuestro sacerdote, era solo un pequeño final feliz, entre un cúmulo de triste desenlaces.
Impotencia.

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